No puedo, no puedo, no puedo ser políticamente correcta: Managua es fea. Derruida por el terremoto de 1972, es una ciudad reconstruida sin ganas, sin medios, sin planificación y con el temor latente de que pueda volver a temblar. Le salva la vegetación anárquica que nace en cunetas, avenidas o parterres sin intención de serlo; el tráfico responde a las reglas de la selección natural de las especies: gana el más fuerte. Las advertencias contra los robos son constantes, de tal manera que te sugieren que adoptes unas costumbres de prevención que la población tiene naturalizadas y frente a las que yo me siento una neófita: ir sin joyas, no mostrar bolsos o mochilas que sugieran que portas algo de medio valor, no teléfono móvil mientras paseas y mucho cuidado con tomar taxis que no sean de confianza pues pueden convertirse en potenciales ladrones. Es cierto que, a primeras, semejante hostilidad te coarta mucho la libertad de movimientos y que, manejando mejor la dinámica de la ciudad, probablemente se le pueda encontrar su punto; no tuve tiempo para ello.
Rescato de la capital los personajes que me han hecho, de manera voluntaria o no, de cicerones y que muestran algunas de las características contrastadas de la población nicaragüense: la amabilidad, la disposición a ser serviciales y un fantástico sentido del humor con tendencia a la autoparodia y a la eliminación de cualquier atisbo de gravedad y petardismo vital. De entre este elenco destacamos: C. que tuvo la paciencia de acompañarme a un supermercado y describirme las mil frutas y verduras que no conozco y explicarme, de paso, hábitos de la vida cotidiana; M. que me paseó en coche por la ciudad con sus dos hijos, me contó las historias políticas y culturales de cada rincón y me llevó aprobar un raspado, que es como un helado de hielo al que se le añade un jugo espeso de frutas de esas de las que no había oído hablar; L. que me puso los puntos sobre las íes sobre aquello de venir con aires de cooperantes (tipo “ojito bacalao niña por si tienes intención de pecar de arrogancia etnocéntrica”); Don Juan, portero del hotel, un señor de 65 años que trabaja 12 horas por las noches de lunes a domingo todos los días del año (su patrón le permite librar una noche… que ha de recuperar el domingo por las mañanas), en fin, lo que viene a ser puritica esclavitud; y a O., un flechazo a primera vista, compañero de la asociación con la que trabajo, amante de Paris, de la hiperhigiene y de la ropa de marca, con un sentido de la ironía muy generoso, una gran profesionalidad y que tuvo el detalle de llevarme a conocer un poco de vida nocturna managüense a la par que compartir. Volveré a la ciudad, a reencontrarme con su parte antropomorfa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario