San Juan es nica, este es el salvoconducto que hay que presentar si quieres ser bien recibido en el río San Juan, espacio fronterizo con Costa Rica y por ello mismo, causante de jaleos entre ambos países. Con esa idea clarita, allá nos fuimos a coleccionar paisajes y personajes. No tardamos en conocer, mérito de una de mis compañeras de viaje que tiene la provechosa capacidad de simular que escucha mientras vuela en sus nubes, al que sería la gran estrella del evento: un director de cine mexicano (verifiqué en internet que era cierto este dato) que se nos pegó 4 días a nuestras correrías. El chaval – de 49 años y 2 metros de largo – era un buen narrador de anécdotas y un compulsivo galán que acabó atosigándonos con su necesidad de hacer realidad nuestros pequeños deseos cotidianos; para cuando constatamos que estaba empezando a tejer unos hilos alrededor nuestra con el fin de convertirnos en las protagonistas de su propio guión, ya habíamos alcanzando el punto de saturación y tuvimos, como requería la ocasión, una despedida tragicómica mientras se marchaba solo en el taxi que, amablemente y sin consultarnos, había decidido contratar para sus actrices invitadas.
Afortunadamente, la aventura dio más de sí y también pudimos recorrer parte del río en una panga (barcaza) colectiva, colmo de la lentitud y la incomodidad o visitar un tramo de la reserva natural Indio-Maíz donde Secundino, un guía que combinaba su trabajo con la ardua tarea de ser pastor evangelista, nos mostró aquellos elementos que siempre impresionan al turista: que si una ranita enana roja y venenosa, que si el árbol del chicle, que si unas hormigas gigantes o unas huellas de serpiente. Todo mereció su consabido Ohh.
La vuelta aún nos tenía preparada la guinda: después de ser partícipes de un ejercicio de canibalismo para conseguir comprar los billetes de autobús que nos conducirían a Managua (todo el mundo se colaba y nadie, salvo las españolas amantes del decoro, se enojaba siquiera), decidimos pagar un taxi a medias con tres suizo-italianos. La negociación con el conductor también fue propia de la ley de la selva, hasta que nos soltó una de las mejores frases que he tenido el gusto de escuchar jamás: “Pueden estar tranquilas, que yo aprendí cortesía en Carolina del Norte”. Imposible no rendirse ante semejante declaración de estilo. A mitad de trayecto, fuimos testigos de un accidente de tráfico y, como en nuestras filas iban dos enfermeras y un médico, nos paramos a socorrer. A partir de ahí, todo fue un cúmulo de despropósitos surrealistas: la ambulancia no estaba disponible en fin de semana con lo que se transportó al señor inconsciente en nuestro taxi, nadie se hacía cargo de la señora en estado de shock puesto que todo el gentío ahí presente únicamente se interesaba en tomar fotografías con sus móviles, y nos tocó acompañarla en otro coche improvisado hasta el centro sanitario, que no disponía de ningún equipamiento para atenciones de emergencia, de ningún teléfono y de ningún profesional que supiera cómo actuar. El señor no consiguió sobrevivir y tuvimos que informar nosotras a la familia, mientras el médico del centro sólo repetía que no disponían tampoco de morgue con lo que los familiares debían acelerarse y pasar a recoger al muerto antes de que empezase a oler. Con todo este trajín, nos habíamos retrasado al menos 2 horas, razón por la cual, el inspirado taxista dio por sentenciada nuestra filantropía con un: “Dios ya ha tomado nota en su cuaderno de todo lo que hemos ayudado, nos podemos ir”. Pero como al parecer Dios tarda en enviar las recompensas, el caballero y su ayudante en cuestión, se acercaron al vehículo siniestrado a ver qué podían llevarse, intento que abortamos con un grito de estupor.
Regresamos a nuestras respectivas cuevas, aturdidas y con la mochila cargadita de idiosincrasias.
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