miércoles, 27 de abril de 2011

autobuses

Una de las mayores oportunidades de incursión antropológica en Nicaragua la proporciona la emocionante aventura de montarse en un autobús. La imprevisibilidad de los horarios ya lo convierte en una gran experiencia de gestión del caos y de aprendizaje de largas esperas, que pareciera que vas todo el día con un Godot pegado a la chepa. Por otro lado, los vehículos de transporte colectivo en Ometepe, no son como los típicos autobuses de ruta escolar de las películas norteamericanas, son esos mismos. De color amarillo, con asientos duros, y ventanillas estrechas, están tuneados con pegatinas de sagrados corazones y bendiciones por doquier, afición que se  comprende una vez que te has montado en un ellos, pues únicamente encomendándote a los dioses, se puede sobrevivir al nivel de densidad demográfica que soportan. No se paga billete al montarse, sino que hay que esperar a que, una vez que estemos todos amalgamados  y en marcha, pase el auxiliar de conductor a cobrar. Tampoco hay timbre para solicitar parada, sino un sofisticado sistema de silbidos que anuncian que hay que detenerse o seguir camino “suaaave, suaaave”. En el resto del país, los autobuses son el gran punto de venta de comida o medicamentos (previo recital teatralizado de sus indicaciones) y, dado el ambiente callejero sobre ruedas que se genera, siempre acabas estableciendo conversaciones con tu compañero de hacinamiento, cuando no sosteniendo en tu regazo algún bártulo o niño pequeño que no ha encontrado hueco. Y de banda sonora, un regeaton detrás de otro… pena que no haya sitio para mover las caderas.

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