sábado, 30 de abril de 2011

viaje a León

Primera salida de la isla. Viajo a León donde me reúno con las otras dos menorquinas que están colaborando como voluntarias en Nicaragua. Entre barco, autobuses y sortear la marcha política y su consiguiente contramarcha que se han convocado en Managua en un ejercicio de comprobar quien la tiene más larga, invierto 9 horas en llegar. Pero la ciudad recibe a lo grande: hay movimiento en las calles, hoteles que ocupan antiguas casonas coloniales, variada oferta gastronómica, libros de segunda mano, museos y ese rezumar cultureta que desprenden las ciudades universitarias.
El ambiente facilita un encuentro ya necesario para mí: añoraba degustar compañía con la que poder compartir todo el cúmulo de impresiones que regala este caótico y embaucador país. Tras intercambiar nuestras valoraciones sobre la cooperación y nuestros respectivos proyectos y retroalimentar nuestras almas inquietas, conseguimos aparcar el tonito intelectual y dedicarnos a lo realmente importante: la tontunez, la comida y los paseos a una playa bravucona y salvaje de la costa pacífica.
En mitad de esta concesión al hedonismo, reservamos, no obstante, un tiempo para conocer los vestigios de la lucha política y armada que protagonizó la ciudad, gran bastión del sandinismo;  y mientras contemplábamos alguno de sus rastros más llamativos -los grandes murales pintados en paredes al aire libre-  tuvimos la fortuna de conocer al “Teacher”, un autoproclamado guía turístico que nos contó historias de León a la par que nos detallaba su vasto y polivalente currículum como orfebre, profesor de taekwondo, cantante nocturno o director de pasacalles. Y quiso esa misma fortuna, que yo cediese y le diera mi número de teléfono, y desde entonces, hemos recibido un sinfín de mensajes en las que no para de vendecirnos (con v) y dejarnos las puertas de su corazón habiertas (con h), firmado “El artesano de voz romántica”. Pues eso, que me hacía falta salir de casa para interaccionar con el mundo.

miércoles, 27 de abril de 2011

autobuses

Una de las mayores oportunidades de incursión antropológica en Nicaragua la proporciona la emocionante aventura de montarse en un autobús. La imprevisibilidad de los horarios ya lo convierte en una gran experiencia de gestión del caos y de aprendizaje de largas esperas, que pareciera que vas todo el día con un Godot pegado a la chepa. Por otro lado, los vehículos de transporte colectivo en Ometepe, no son como los típicos autobuses de ruta escolar de las películas norteamericanas, son esos mismos. De color amarillo, con asientos duros, y ventanillas estrechas, están tuneados con pegatinas de sagrados corazones y bendiciones por doquier, afición que se  comprende una vez que te has montado en un ellos, pues únicamente encomendándote a los dioses, se puede sobrevivir al nivel de densidad demográfica que soportan. No se paga billete al montarse, sino que hay que esperar a que, una vez que estemos todos amalgamados  y en marcha, pase el auxiliar de conductor a cobrar. Tampoco hay timbre para solicitar parada, sino un sofisticado sistema de silbidos que anuncian que hay que detenerse o seguir camino “suaaave, suaaave”. En el resto del país, los autobuses son el gran punto de venta de comida o medicamentos (previo recital teatralizado de sus indicaciones) y, dado el ambiente callejero sobre ruedas que se genera, siempre acabas estableciendo conversaciones con tu compañero de hacinamiento, cuando no sosteniendo en tu regazo algún bártulo o niño pequeño que no ha encontrado hueco. Y de banda sonora, un regeaton detrás de otro… pena que no haya sitio para mover las caderas.