Primera salida de la isla. Viajo a León donde me reúno con las otras dos menorquinas que están colaborando como voluntarias en Nicaragua. Entre barco, autobuses y sortear la marcha política y su consiguiente contramarcha que se han convocado en Managua en un ejercicio de comprobar quien la tiene más larga, invierto 9 horas en llegar. Pero la ciudad recibe a lo grande: hay movimiento en las calles, hoteles que ocupan antiguas casonas coloniales, variada oferta gastronómica, libros de segunda mano, museos y ese rezumar cultureta que desprenden las ciudades universitarias.
El ambiente facilita un encuentro ya necesario para mí: añoraba degustar compañía con la que poder compartir todo el cúmulo de impresiones que regala este caótico y embaucador país. Tras intercambiar nuestras valoraciones sobre la cooperación y nuestros respectivos proyectos y retroalimentar nuestras almas inquietas, conseguimos aparcar el tonito intelectual y dedicarnos a lo realmente importante: la tontunez, la comida y los paseos a una playa bravucona y salvaje de la costa pacífica.
En mitad de esta concesión al hedonismo, reservamos, no obstante, un tiempo para conocer los vestigios de la lucha política y armada que protagonizó la ciudad, gran bastión del sandinismo; y mientras contemplábamos alguno de sus rastros más llamativos -los grandes murales pintados en paredes al aire libre- tuvimos la fortuna de conocer al “Teacher”, un autoproclamado guía turístico que nos contó historias de León a la par que nos detallaba su vasto y polivalente currículum como orfebre, profesor de taekwondo, cantante nocturno o director de pasacalles. Y quiso esa misma fortuna, que yo cediese y le diera mi número de teléfono, y desde entonces, hemos recibido un sinfín de mensajes en las que no para de vendecirnos (con v) y dejarnos las puertas de su corazón habiertas (con h), firmado “El artesano de voz romántica”. Pues eso, que me hacía falta salir de casa para interaccionar con el mundo.